El más alto de los agentes dio varios pasos atrás, y apretando
el micrófono de la emisora a la boca cuchicheó con quien estaba
atendiendo la llamada. En menos de dos minutos se escucharon los pasos acelerados de
varios agentes más, los vecinos s
asomaron por las ventanas y otros hasta salieron a la puerta de sus casas.
Santos gemía tapándose la cara con las manos, no sabía si era mejor respirar o
dejar de hacerlo, su cabeza era un tío vivo de feria, no solo por las vuelta
que daba, sino también por el ruido de aquella música que no entendía. A Santos se lo llevaron en volandas, como si fuese la imagen de un
santo milagrero que es sorprendido por la lluvia mientras lo llevan en procesión, hasta el corche de la policía.
Cinco minutos más tarde estaba sentado en una silla en un calabozo, con las manos sobre las
rodillas, y la mirada fija en el blanco del techo de la comisaría. Solo le molestaba
y acrecentaba su nerviosismo el olor a desinfectante que provenía del suelo
recién fregado. Un hombre, ancho de espaldas, vestido con traje claro, de gesto
cansado y manos grandes se sentó frente a él.
-Soy Jiménez, el inspector José María Jiménez.
¿Sabe usted porqué está aquí?
Santos, sin bajar la mirada del techo, contestó:
-Porque he matado a la
señorita Carmen Salazar.
El policía, se levantó de la silla, cogió aire y apoyó las manos
sobre la mesa
-Y dígame ¿cuándo mató usted
a esa señorita?
- Fue el Martes, sí el
Martes pasado en la calle Tetuán, esquina con la avenida Conde de la Corte,
frente a la Iglesia d la Candelaria
- El policía tras un brevísimo silencio, dijo: Bueno, bueno… Está bien… de acuerdo, déjeme
anotar, y cómo la mató usted?
La mirada de Santos continuaba haciendo equilibrios en un
alambra imaginario que atravesaba el techo de aquella habitación de la
comisaría, como si estuviese
contemplando algo que sólo él podía ver.
-No lo recuerdo.
-Ya, ya… no importa.
Podría decirme dónde está el cuerpo.
Santos, como si bajase en paracaídas, muy lentamente fue bajando
la mirada del techo hasta los ojos grises del policía.
-Ya se lo he dicho antes.
-Claro, claro…
Tranquilicese.
-Se lo acabo de decir.
-Si, si… Tranquilícese.
-Es que ya se lo he dicho
antes. El número de la casa no lo recuerdo.
-Bien, bien, hora quiero que
se centre.
Santos, impetuosamente se puso en pie. Por su cabeza comenzaban
a pasar otra vez todo tipo de imágenes
-¡Siéntese ahora mismo! Y
dirigiéndose a uno de los guardias dijo amenazante: ¡Espose a este hombre!
En cada imperfección de la pared fría y blanquecina del
calabozo, en cada sombra, encada sombra
de la sombra de su sombra, Santos veía el paisaje de aquel camino con curvas
que le llevó a “Torre Alta”. Podía adivinar el gesto de Feliciano tocándose la gorra. En definitiva,
hasta ver las zarzas -sin moras- creciendo en las paredes de la casa de
María Salazar mientras que ella planchaba delantales negros. Tan negros, que de
puro negro, eran de un luto breve en el tiempo y largo, muy largo, en el
sentimiento, como el del cualquier madre que pierde a un hijo. Manchas en la
pared y sombras, descascarillado que se tornan siluetas y presencia imaginaria
de lo que Santos no se atreve ni tan siquiera a recordar. Sintió un profundo
cansancio. Pensó en desconectar su alma del cuerpo y su razón de la sinrazón de
aquella locura. Tenía la cabeza trastocada, tan revuelta como el cuarto Carmen
Salazar, a la que, una y cien veces más su recuerdo mostraba desnuda, blanca,
encogida sobre si en el espacio insignificante entre la cama y la pared. Estaba
muy cansado, en aquellas semanas le habían pasado más cosas que en toda su
vida. Se acostó en el camastro del calabozo, necesitaba detener aquella huida hacia adelante, que sin pensar
en las consecuencias, había emprendido.
Jiménez, el inspector Jiménez, no apareció por el calabozo hasta
casi el mediodía. Santos, que permanecía tumbado, abrió los ojos y pudo verle
apoyado en la puerta pared, se encorvaba hacia adelante mientras encendía un
cigarrillo. En su rostro se dibujó una expresión de contrariedad, como cuando
compruebas el resultado de un sorteo y ves que no eres el afortunado. Tras la
primera vaharada de humo comenzó a hablar con voz de tormenta.
-Hemos estado en la
dirección que usted nos facilitó; en la calle Tetuán, frente a la Iglesia de la
Candelaria. Después de hablar con varios vecinos, estos nos han asegurado que
el único fallecimiento ha sido el de un hombre mayor, al parecer vivía solo, y su deceso fue hace
más de una semana, aunque su cuerpo no
ha sido encontrado hasta ayer, cuando la auxiliar de ayuda a domicilio, que lo
atendía, dio parte porque el pobre viejo no le abría la puerta. A la que sí
hemos encontrad en su domicilio, una casa más arriba de la del anciano
fallecido, es a la señorita Carmen Salazar. Después de pedirle disculpas por
molestarla y de explicarle todo este embrollo que usted se trae y se lleva… !A
saber por qué! Dice que sí… Que sí lo conoce a usted. Amablemente nos ha acompañado hasta aquí y
está en mí despacho porque quiero aclarar todo este asunto de una vez.
Un silencio de ataúd llenó el calabozo, se podría decir que
aquel silencio rebosaba por la puerta y por la pequeña ventana que daba a un
patio interior. Por dónde únicamente no se derramaba era por la cabeza de
Santos, ahora, después de la parrafada de Jiménez, estaba aún más confundida.
Santos, más descansado, hizo un esfuerzo y simuló creer aquellas palabras.
¿Se encuentra usted bien? Le Preguntó Carmen.
Después de escuchar toda la historia que Santos había contado,
Carmen Salazar permaneció muda durante un buen rato. Su mirada estaba anclada
en las arrugas del mantel azul como un barco prisionero por el réquiem de
sirenas. Parecía hipnotizada por el reflejo de las copas de cristal. Santos
antes de ojear la carta le llenó
copa de vino.
-No debí aceptar verte de
nuevo.
Santos bajó la cabeza. Un intento en vano de encontrar en el
azul del mantel la magia de aquellas sirenas imaginarias.
-Te he contado toda la
verdad, sin poner ni quitar. Tal y como yo la he sentido.
Ella, incómoda, se revolvió en la silla, sin quitar la vista del
brillo rojo del cristal de la copa.
-Es la segunda vez que nos
vemos. Ni me conoces ni te conozco de nada, y vienes contando que
has conocido a mi madre, que estuvo trabajando en una finca que ahora es
de tu propiedad… ¿Crees que eso es normal? Eres un tío raro, peculiar,
extravagante... Raro. Primero sales corriendo y me abandonas, me dejas tirada
en mitad de uno de mis episodios
epiléptico, encima sin darte cuenta que
estaba medio desangrada por la regla, ¿Tu sabes que es la regla y que a mi edad
lo mismo viene que se va sin previo aviso? ¿Tu que te las da de listo
aprendiste que a las mujeres se nos bajan las defensas y que, quizás por esos
mis convulsiones son cada vez más recuentes y mi sangrado más abundante?... Tu…
tu que vas a saber… Seguro que la única mujer que ha rozado tu piel haya sido
la pobrecita de tu mamá. Y ahora, me
vienes con esta historia. En serio, ¿Nunca te vio un médico?
-Disculpen, ¿Van a pedir ya
los señores?
Aquel restaurante, antes de serlo, fue molino de aceite.
Conservaba los odres y tinajas de barro cocido en perfecto estado, en ellos se
almacenó, seguramente durante muchos lustros,
el óleo profano de cientos de olivos de la comarca. Las distintas
estancias: hall, bar y varios comedores, de diferentes capacidad y
decoración, estaban distribuidos en la
planta baja. En el sótano, con una iluminación muy adecuada, donde estaban apilados en orden los conos aceiteros,
entre primera planta y sótano,
suelo y techo era de cristal, un
grueso y fuerte cristal que permitía caminar por encima, logrando así un efecto
muy atractivo y peculiar que llamaba mucho la atención a los clientes que
transitaban de una estancia a otra. Parecía como si fuesen a tropezar y caer en
la barriga oscura y pringosa de aquellas enormes orzas, eran pocos los que
andaban con seguridad y tranquilidad por encima de aquel inmarcesible
carámbano. Era el bar-restaurante que
estaba de moda en aquellos momentos y en el que Carmen se citó con Santos
después de abandonar la comisaría.
Se sentaron en un rincón bien iluminado, al fondo de uno de los
comedores pequeños. Las paredes eran blancas, blanquísimas, sobre la mesa un
mantel azul y bordados blancos quería soñar con ser ola de mar con festones de
sal y arena. Santos sostuvo la mirada del camarero, tenía un rostro normal, sin
ninguna cosa que llamase especialmente la atención, ni la boca, ni la nariz ni
los ojos, todo el semblante era demasiado común y eso era, precisamente, lo que
llamaba la atención. Pidieron sopa castellana y Bacalao Dorado a la portuguesa,
para beber un vino de la tierra, un Ribera del Guadiana de una renombrada
bodega de La Fuente del Maestre.
Sin gesticular y sin mediar palabra, el camarero, con un ademán
medido y calculado descorchó la botella, sirvió un dedo de vino en la copa de
Santos para que este lo probara y dieses su aprobación, después echo el vino en la copa de Carmen,
solo llenándola hasta la mitad, y volvió a la copa de Santos hasta completarla
al mismo nivel. Ella Levantó la copa para beber. Tembló ligeramente. Los dedos
de Carmen eran largos y delgados, sus uñas estaban sin pintar, sólo tenían un
poco de brillo, como si estuvieran barnizadas.
Sobre el satén beige de la blusa cayeron dos gotitas del rojo vino.
-¡Vaya!... No me lo puedo
creer.
Santos no se extrañó, era algo que ya había vivido
anteriormente, y sin embargo ella se sorprendió como si no le hubiese manchado
nunca.
Humedeció la servilleta y con ella frotó la mancha haciendo círculos. La cabeza de Santos también daba vueltas en
círculo, una ruleta a la que en cada
giro se asomaban el viejo Feliciano, el abuelo Salazar, María, y el retrato del Conde. La única ausente
en aquel carrusel frenético era Doña Fermina.
-Estoy convencido, sin
duda alguna puedo asegurarte, aunque no lo creas, que tú y yo somos hermanos, que somos hijos del mismo
padre.
Un brillo húmedo se asomó por las pupilas de Carmen, a la vez su
sonrisa fue creciendo de manera contenida, lentamente, hasta estallar en una
casi muda y breve carcajada
-Perdona- dijo, y se tapó la boca con la mano.
Por un instante, Santos Cámara quedó desconcertado
-Tienes razón, no es fácil
de comprender, ni quiero que, sin más, creas a pie juntillas toda esta
historia.
Carmen se puso seria y dijo:
-Mi familia vive toda en
Fregenal.
Santos no pudo apartar su mirada de la de Carmen, observó
detenidamente sus ojos, la postura de sus manos, el gesto de poner por detrás de
sus orejas un mechón de su cabello
-Me tengo que ir.
Santos guardó silencio, siempre había preferido no decir nada
cuando no tenía nada que decir. Y ahora no sabía qué decir, y sabía que sabía
que no sabía qué decir, y solo podía repetirse eso para sí mismo, lentamente, sin
oírse, como alguien que por primera vez se enfrenta a si mismo mirándose al
espejo. Carmen continuaba con la mirada
cosida en los bordados del mantel
- Me duele un poco la cabeza,
será mejor que me marche.
Carmen, muy despacio se levantó de la silla. Santos podía percibir unos pasos acercándose a su
espalda, mientras Carmen se alejaba entre las mesas.
-¿Está todo bien, caballero?
-“No está bien”, pensó, o dijo. A veces no estaba muy seguro de que si lo que pensaba
lo decía, o al contrario. El camarero lo seguía mirando y preguntó que si
retiraba un servicio y anulaba la comanda, le temblaba ligeramente la mano.
Carmen se alejaba sorteando las últimas mesas del comedor. A
Santos le pareció escuchar el tintineo
de las lámparas con lágrimas de cristal que colgaban del
techo, las piezas trasparentes rozándose unas con otras, como cuando alguien no
sabe muy bien que pensar. Pensó que con
Carmen no sabía qué pensar. No
iba por ahí preguntando a la gente qué cosas les parecía importante y que cosas
no. Era solo que no podía dejar de fijarse en los detalles, incluso ahora, y
podía percibir la manera en que la nuez del camarero se desplazaba bruscamente
para dejar pasar la saliva, mientras él se levantaba de la silla. Dejó un
billete de 20 euros sobre la mesa y comenzó a caminar detrás de Carmen.
Cuando Santos salió del restaurante Carmen
iba ya cruzando la calle. La alcanzó, y en silencio caminó a su lado unos pasos.
-¿Qué
quieres ahora?
-Tienes que escucharme, nuestro encuentro
no ha sido casual.
Carmen no se inmutó y continuó caminando
acelerando el paso, quizás porque estaba
acostumbrada a encontrarse con bastantes locos en su vida, pero este era,
pensó, el caso más grave que había conocido.
-Verás-
dijo sonriendo- es mejor que nos
olvidemos de todo esto.
-Tu
familia no vive en Fregenal.
Las pupilas de Carmen Durán se dilataron
de repente y volvieron a brillar, pero esta vez no sonreía.
-Está
bien. Soy huérfana. Ahora ya lo sabes todo.
-Sí,
lo sé. Tu madre te dejó en un convento.
El bolso de Carmen se descolgó de su
hombro.
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/// Fin de la NOVENA entrega./// la siguiente en un par de días.
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