lunes, 5 de diciembre de 2016

"EL BAILE DE LA LIBELULA" (VII)

Santos llegó a su casa nervioso,  sin encender la luz del zaguán, no atinaba a introducir la llave en la cerradura de la puerta, tembloroso no pudo impedir que  resbalaran y que el manojo de llaves, ensalzadas en un llavero con la imagen de San Judas Tadeo, cayera al suelo. Se inclinó y palpando logró encontrar el puñado de llaves. Instintivamente se lo acercó a los labio y besó la imagen del santo, era como un ritual de desagravio  por ser tan torpe y haber haber evitado que la imagen del apóstol  llegara al suelo.  Una vez en el salón subió la persiana hasta arriba, tanto que  golpeó con fuerza la jamba de la ventana. La luz iluminó la estancia, era una claridad azulada que hacía visible una leve capa de polvo sobre la madera de la cómoda. Por encima de aquel mueble, sobre la pared, continuaba –como hacía toda una vida-  el retrato de su padre. ¡No lo olvides nunca, fue el hombre más bueno y más justo!. Por un instante le pareció oír la voz aterciopelada de su madre, en esta ocasión aquella voz llegó acompañada del aroma que deja en el aire, cuando se mueve, la flor de la madreselva. Olía a Doña Fermina. Santos imaginaba su rostro, eternamente afligido, aquel semblante se le aparecía cada vez con más frecuencia. Cerró los ojos mientras pensaba que la evocación de su madre le tranquilizaba. Para reforzar aquella sensación y prolongar “aquel estado de gracia”, comenzó a recordar sus manos, tenía manos de pianista, ella misma lo decía cuando presumía de dedos largos y delgados. Sus brazos también eran delgados y largos, tanto como los días de los segadores cortando espigas ajenas. Podía verla elevando la mirada de soslayo hasta el oleo del hombre más bueno y más justo. Era como cuando vas a la iglesia y no te atreves a mirar al sagrario porque piensas que no es justo pedir por ti porque sabes de otros que lo necesitan más.

De repente un soplo de calor en la nuca le hizo reflexionar. Tal vez no debía haber  emprendido aquel viaje hasta Torre Alta. Sentía como si hubiese traicionado la voluntad de su afligida madre. Doña Fermina le había procurado una buena educación para que fuese un hombre de provecho, le había insistido en que se rodeara de gente buena, honrada y trabajadora.  Ahora, el contacto con la vecindad se reduce a cuatro saludos de cortesía y para de contar.  Recordaba que la barbilla de Doña Fermina sobrevolaba las cabezas de todas esas gentes de pueblo, incluidas las de la calle del Convento, que es la calle principal del municipio,. podía verla caminando, viniendo de la ermita del Cristo, agarrada a sus libros de misa, con las lentes un poco caídas. Sobre la montura oscura se asomaban sus ojos azules, tan zarcos como la línea del horizonte cuando se viste del color del traje de los ángeles inocentes. Podía recordar aquel gesto altivo y nada improvisado  que exageraba al  cruzarse con alguna vecina. 

El dinero que el Conde les había legado era suficiente para vivir. Aún así, Doña Fermina tenía alquilado algún inmueble en la ciudad vecina, unos cientos de olivos y algunas tierras de secano. Era un patrimonio suficiente  para afrontar cualquier eventualidad y darse algún que otro capricho. Doña Fermina siempre dedicó todo su tiempo a educar a Santos y vigilar que este creciera con salud y armonía espiritual. Para ello contaba  con buenos consejos y mejores influencias. De niño, estudió en el mejor colegio privado de la zona, en Villafranca, luego el Bachillerato lo hizo por libre, pero siempre bajo la supervisión y las indicaciones de Don Pedro, el párroco del pueblo, que también ejercía en la familia como director espiritual de Doña Fermina. Este fue un cura muy singular. Ejemplo de ello es que en el pueblo, a la salida, como en todos los pueblos, había un cementerio en el que no había enterramientos desde hacía muchos años, se había quedado pequeño y a la mala conservación de los nichos y tumbas no aconsejaban su uso. Don Pedro, el Sr.Cura, mandó exhumar los pocos restos que aún quedaban, aró la tierra repetidamente hasta que fue apta para el cultivo, y sembró garbanzos. Durante varios años, los que él permaneció en el pueblo, las cosechas de garbanzos fueron excelentes. En la actualidad está sembrado de olivos, como Getsemaní.  
Doña Fermina en ningún momento se relajó en sus obligaciones para con su hijo, procurando que su conducta fuese intachable y acorde con su clase y posición. Es decir, hizo del pobre niño un ser casi antisocial, antipático y distante para con los demás, y mezquino y estrecho de moral para con él mismo. Santos, aún así, nada podía reprocharle… Las madres solo quieren lo mejor para sus hijos, solo lo mejor…

Tras permanecer adormilado en uno de los dos el sillones del salón,  Santos abrió los ojos. Los últimos rayos de sol se colaban por la ventana iluminando el otro sillón, vacío, del salón. De repente, sus labios se tensaron. Dentro de su cuerpo podía sentir un tren de hielo recorriéndole de norte a sur y de este a oeste... No es necesario poner una mano encima de alguien para matarlo.. pensó, y pudo recordar la expresión de Doña Fermina, mientras le anunciaba su decisión: “Madre, mañana se queda libre el pisito de la Plaza Chica en Zafra - dijo- Me gustaría vivir allí sólo” La señora, como tal, alzó la barbilla y no dijo nada, ni siquiera levantó la vista del libro. Santos se dio cuenta enseguida que su respiración se había parado en seco. Pasado un rato, ella se levantó, y dirigiéndose a la cocina,  en esta ocasión cabizbaja,  atravesó el salón, pero entonces ya estaba muerta. El resto de las semanas hasta su ida definitiva, Doña Fermina había dejado de dirigirle la palabra, y sólo se movía por la casa cuando Santos no estaba presente. Podía permanecer sentada en su sillón de lectura toda la tarde, mientras Santos repetía, una y otra vez el mismo solitario con la baraja de naipes franceses, siempre, una y otra vez, sin éxito. Cuando él se ausentaba un instante, ella aprovechaba  para desaparecer. Entonces Santos paseaba por la casa y la encontraba de espaldas, apoyada sobre la encimera de la cocina, o en su habitación, con los ojos cerrados. Un día la tocó. Estaba completamente congelada.
Después de que la funeraria de la llevase, incluso después de haberle dado sepultura y donado toda su ropa a la iglesia, Santos, de cuando en cuando, puede sentirla y encontrársela de píe, delante del retrato del  Conde  como si le estuviese rezando, o subiéndose las medias en el aseo, o revolviendo en el interior de algún armario buscando, sin buscar, cualquier cosas o cualquier recuerdo. A veces, se le apare entre las imperfecciones de la pared, con un ojo más abierto que el otro, o la presiente bailando a su alrededor, como libélula nerviosa incapaz de encontrar sosiego en el extremo más fino del vacilante junco. 


Santos necesita ordenar sus ideas. Después del viaje a Torre Alta  sabe que María Salazar había sido  amante de su padre, y que tenía una hija que estaba en algún lugar.  Y que toda aquella certeza podía  ser una extraña casualidad. Pero todo hacía presagiar que Carmen sí era hija de María y por  alguna razón había aparecido en aquel bar donde se conocieron

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 /// Fin de la septima  entrega.///  la siguiente en un par de días.
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